Semáforos de miseria

sábado, 3 de septiembre de 2011


El semáforo se puso en rojo y mientras los automóviles esperan que la luz verde les de la vía libre, un par de niños descalzos y con los pies sucios y callosos entran en escena.

Rápidamente ingieren sustancias inflamables que escupen sobre un pequeño madero envuelto con un trapo que al ser rociado desde la boca de los infantes crea la ilusión de que los chiquillos escupen fuego.

El acto sorprende a todos los que desde sus autos, sentados y con sus manos en el timón observan atónitos. No entienden cómo puede ser posible que estos pequeños lancen fuego sin quemarse las caritas, que aunque inocentes no esconden las huellas de sufrimiento que su pasado les ha dejado.

En la siguiente cuadra, otro par de impúberes esperan que el semáforo se ponga en rojo para que con un pedazo viejo de tela de franela ocre puedan ir y ofrecer a los automovilistas su servicio de limpiar el parabrisas a cambio de un par de centavos. Algunos los rechazan porque su aspecto de indigente atemoriza, los ofenden y los lastiman psicológicamente diciéndoles: “Niño, vete de aquí, ve a molestar a otro lado… pedazo de basura…”. Los pequeñitos solo bajan su cabecita como demostrando su humillación y se van al otro carril de la calle con la esperanza de encontrar un poco de compasión en otro automovilista.

Con suerte éste otro les da permiso de limpiar su parabrisas, y ellos con mucha prisa y alegría lo limpian. Cuando han terminado extienden sus manitas para recibir sus respectivas monedas, el compasivo que les dará dinero se da cuenta que los pantaloncitos de los niños están rotos y sus camisitas sucias, su cabello aparenta que no se han duchado hace mucho, y por un momento se vuelve altruista pensando en las causas que provocaron la vida miserable de estos niños, pero ya es tarde para investigar eso, el semáforo acaba de cambiar a verde y debe llegar temprano a la oficina. 

Cada niño de la calle no está ahí porque quiere, las circunstancias de la vida lo llevaron hasta ahí. Y claro, ellos y ellas no tienen la culpa de estar en la calle, toda la culpa la tienen única y exclusivamente los adultos.

Sí, los adultos que por la condición económica tan misérrima deciden abandonar sus familias para encontrar en otro país el dinero que les ayudará a salir de la pobreza. Y que estando lejos de su hogar, de sus hijos y de sus esposas, caen en la tentación de formar otro hogar y dejar en olvido a su propia familia, a la que le prometió un mejor futuro, a la que amó tanto y por la cual hizo su viaje. Su esposa al no recibir las remesas se ve obligada a instalarse en el mercado y vender colitas y peines. Sus hijos abandonan sus estudios y se van a vender chicles y dulces, y deambulando por las calles socializan con otros muchachos de mala vida que los incitan a ingerir pega de zapatos, y es ahí donde comienza su vida de indigentes, dependiendo de las monedas que los automovilistas les dan cuando escupen fuego o cuando limpian parabrisas.

Los adultos tienen la culpa cuando no tratan de arreglar sus matrimonios y terminan en divorcios. Al final son los niños los que pagan las consecuencias porque quedan sin padres unidos a quienes ampararse, y entonces buscan en la calle el lugar donde supuestamente encuentran aceptación por aquellos que han tenido una historia similar.

Los adultos tienen la culpa cuando no les creen a los niños que han sido abusados sexualmente por un padrastro o familiar cercano. Al no ser escuchados deciden marcharse de casa para convertirse en indigentes y hacer un número artístico en los semáforos para sobrevivir.

 Lastimosamente en los semáforos vemos la realidad de estos niños pero no hacemos nada por ellos. En lo personal creo que podemos hacer mucho por la niñez.

Creo que podemos empezar por rescatar la familia. Trabajemos por una familia unida, en la que los niños se sientan seguros y no necesiten buscar nada en las calles. Así que este es un llamado para aquellos que están pensando en abandonar el país y enviar remesas a su familia, no lo hagan, es mejor estar pobres pero juntos.

Este es un llamado para aquellos que no les han creído a los niños cuando les confiesan que alguien abusó de ellos.

Este es un llamado para que escuchemos a los niños y que no los hagamos a un lado. No les digamos: “usted es niño, por lo tanto cállese cuando los adultos están hablando…” ¿qué acaso lo que dicen los niños no es importante para que los adultos no los escuchen?

Es triste saber que la familia ya solo es un concepto en los diccionarios, pues en la realidad real es algo en extinción.

No queremos más niños indigentes en los semáforos, por eso trabajemos por la familia.

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