Las almas del olvido

sábado, 3 de septiembre de 2011




San Salvador es un sitio sin memoria, un legado sin consuelo. Cada día, al caer la noche, esta ciudad se vuelve en testigo fiel de cómo el olvido y la miseria se pasean por sus calles. A pesar de que muchas personas circulan a diario por esta zona, nadie se da cuenta de que al caer el crepúsculo, en cada esquina, en cada avenida, la vida tiene otro sentido y no precisamente mágico. Es la ciudad de otros.

Cuando el reloj frisa las 7:30 de la noche, un gélido frio sopla vertiginosamente por el centro histórico, anunciando que ha entrado la noche. Sus calzadas, que en el día parecen un mar de gente, pronto comienzan a teñirse de un ambiente lúgubre. Muchas personas regresan a sus casas luego de un kilométrico día de labores o de estudio. En la medida en que avanza el tiempo, esta dinámica se vuelve más evidente y es, entonces, que otra vida aflora en medio de congojas y resignación; de alegrías y consuelo.

Son pocas las veces que he caminado por el centro de San Salvador a deshoras de la noche; pero hace cuatro días, cuando venía a mi casa, luego de mi usual faena académica, resolví, a riesgo de que me ocurriera algo, caminar unas cuantas cuadras por el centro. No oculte, pues, mi deseo de llevar a cabo ese proyecto, que a larga no me decepcionaría. La tercera calle poniente fue testigo de mi desmedido caminar.

A lo largo de esta arteria la noche sienta como un bálsamo furtivo para muchos. Sus edificios parecían desolados y el ruido de uno que otro carro envalentonaba sus estrechas aceras. A lo lejos no se divisaba nada, ni un alma. Por un momento me cuestioné si lo que estaba haciendo era correcto. A decir verdad, no; pero, pese a eso, continué mi descabellado trayecto. El cielo estaba estrellado y las nubes se serpenteaban con un ligero avance que me dio la impresión de que pronto llovería.

Cada vez que cruzaba una avenida, miraba de un lado a otro, y pronto comencé a sentir como si me perseguían. Me negué volver atrás durante un instante, pues no quería ver que alguien venia tras de mí. Aceleré, pues, mi paso. Mi tensión comenzó a subir, pensé en correr, mas no lo hice. De repente, me di cuenta de que era solo mi imaginación; pues al volver atrás, no venia nadie.

Mi rumbo se lleno de sosiego nuevamente y con un suspiro deje atrás el temor que había sentido momentos antes. No sabía lo que mas adelante iba a presenciar.

Eran las 8:37 de la noche, había caminado siete cuadras y me faltaban cuatro. Cuando me disponía a pasar por la zona del Banco Central de Reserva, me extrañe; ya que conforme cruce una calle contigua a este, vi a muchas personas postradas a la sombra de los edificios que yacían como un testigo silencioso de lo que se vivía en esos momentos. Parecía que estaban en una reunión, había muchos cartones desplegados en las aceras y con devoción esas personas departían con matices de diversión.

Me detuve, pues, por un momento para ver de qué se trataba aquel festín de risas y cuchicheos. Eran indigentes. Sí, personas de la calle, que han sido excluidos de la sociedad solo por el hecho de no haber tenido tanta fortuna como otros. Pero, a pesar de eso, parecían felices; por lo menos, eso fue lo que percibí al ver sus rostros.

Cualquiera con conocimientos elementales en cuanto al conocimiento de la forma de vida de los indigentes podría pensar que son personas amargadas, con problemas mentales o individuos con la desesperanza como su carta de presentación. En efecto, muchas personas en estas circunstancias adolecente de tales problemas; no obstante, en medio de todo esto han aprendido a vivir como si fuesen personas con una vida normal. Y es eso lo que descubrí esa noche.

Aún estaba en esa calle, no sabía si continuar o seguir observando cómo convivían esas personas. Me impresionó sobremanera ver que muchos chisteaban, haciendo reír a más de un oyente; mientras que otros preparan un tramo de la calle como su terreno de juego, pues enseguida disputarían un encuentro futbolístico. Por otra parte, había un grupo, cuyo principal entretenimiento era tocar una guitarra vejada por los estragos del tiempo y del uso. Una que otra nota desatinada se dejaba oír, y al ritmo de Vicente Fernández, su peculiar momento se hacía más afable.

Mi curiosidad llegó al grado tal que se percataron de mi presencia y con gestos de sorpresa se miraron entre ellos. Cuando ocurrió eso, sentí un poco de pudor y, sobre todo, temor; pues su vida gira en torno a su ambiente, su círculo que por más marginado que sea, se convierte a larga en su único refugio, y yo no era uno de ellos. En seguida, avance sin dejarlos de ver con el rabillo de mis ojos. No sabía qué hacer, me sentí en un campo extraño. Así es: no era una de las tantas arterias de San Salvador, sino el sitio del olvido, el amedrentado lugar de descanso de cientos de personas que viven en la calle.

Pero luego de que se percataron de que solo era un transeúnte más, se desocuparon de mí. De modo que Abandone el lugar; y con un sentimiento de tristeza pensé en la ingratitud de nuestra sociedad. “¿Cómo es posible que nos llamemos salvadoreños si no nos ayudamos?” ¿Cómo es posible que, mientras esas personas sobreviven con lo que encuentran en la basura, otros (sobre todo los de alta alcurnia) viven a placer, ignorando que otros sufren. Las dimensiones de este problema son incalculables, son muchas personas las que deambulan por las calles del gran San Salvador. Niños, mujeres, ancianos…Esta situación no entiende de edades, credo o sexo.

Esta problemática, a lo largo de los años ha sido una constante; pues ni el Gobierno ni la Alcaldía de San Salvador se han preocupado por prestarle interés. Los indigentes, lejos de lo que muchos creen, son víctimas del sistema en que vivimos: “Si no tienes los recursos necesarios para sobrevivir, eres excluido”. Ese recorrido, por más peligroso que haya sido, me dejó en claro que la realidad es más compleja de lo que pensamos, la ausencia de soluciones concretas para esta problemática es solo una muestra de la falta de voluntad de las autoridades (municipales y gubernamentales). Mientras se disputan el poder; mientras sumen al país en una situación caótica, muchas personas se ven obligadas cada día a vivir en los suburbios, debido a sus precarias condiciones de vida.

Ya es momento de que se tomen medidas al respecto; de que en verdad resuelvan. Asimismo, este problema no solo le compete a las autoridades estatales o municipales, sino la población en general. ¿O, acaso, no pregonamos de ser una sociedad democrática y solidaria? Es triste saber que muchas personas tienen que resignarse a ser almas del olvido. Hay que extenderles la mano y ayudarles. El progreso de una sociedad no solo depende de aspectos económicos y políticos, sino de cuestiones morales…humanas. ¿No es así?

Las personas de la calle seguirán siendo, entretanto, almas perdidas, cuyo pecado fue nacer pobres…Y cada vez que pase por allí (por el Bando Central de Reserva), los miraré con resignación y seguiré cuestionándome…

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